Traducción del inglés de Nicolás Medina Mora. Revista Nexos
Los resultados electorales en América Latina durante los últimos cuatro años han llevado a muchos observadores de la escena política de la región a discernir un resurgimiento de la izquierda en el hemisferio. Al hacerlo, evocan los eventos de los años finales del siglo pasado y la primera década del actual, cuando la llamada marea rosa cubrió el área. Hugo Chávez fue electo en Venezuela en 1998 y para 2005 la mayor parte de la región —salvo México y Colombia— era gobernada por líderes que se describían como parte de la “izquierda”. Dejando de lado la definición exacta de este último término, casi todos estos gobernantes fueron caracterizados, tanto por sí mismos como por la mayoría de los analistas, como progresistas, nacionalistas y orientados hacia lo popular. En corto: de izquierda o centro-izquierda.
Después de Chávez vinieron Ricardo Lagos en Chile; Néstor y Cristina Kirchner en Argentina; Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil; Evo Morales en Bolivia; el Frente Amplio en Uruguay; Rafael Correa, electo presidente de Ecuador en 2006; Daniel Ortega, quien regresó al poder en Nicaragua en 2007; y, a partir de 2009, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en El Salvador. Si uno incluye la dictadura cubana, entronizada desde 1959, una parte importante de la población y el producto interno bruto de América Latina estaba bajo el gobierno de la izquierda.
Las dos izquierdas de los años 2000
Desde el principio, sin embargo, muchos observadores detectaron matices y contrastes en este patrón. Hace más de quince años yo mismo sugerí, en un ensayo publicado en Foreign Affairs, que la región albergaba al menos a dos izquierdas: una moderna, democrática, globalizada y promercado (en una palabra: socialdemócrata); y otra nacionalista, autoritaria, anacrónica y estatista (en una palabra: populista). Meter en un mismo saco a los diversos gobiernos de la región, argumentaba yo, era inexacto y engañoso. Intenté delinear las diferencias entre estos regímenes trazando el nacimiento de estas dos izquierdas. Aquellos que venían del socialismo, comunismo o sindicalismo tradicional (Chile, Uruguay, Brasil) habían asimilado las lecciones del colapso de la Unión Soviética y se habían vuelto indistinguibles de la socialdemocracia de Europa occidental. El mejor ejemplo de esta corriente era la Concertación chilena, que de una u otra manera gobernó el país entre 1990 y 2018, con la excepción de los cuatro años entre 2010 y 2014. Aquellos que procedían del populismo latinoamericano clásico —Argentina, México, Ecuador, Venezuela, Bolivia— tendían a ser mucho más estatistas, nacionalistas, autoritarios y antiestadunidenses. El mejor ejemplo, por supuesto, era Hugo Chávez. Venía de un origen militar, en 1992 había intentado derrocar el gobierno democrático de su país y, una vez en el poder, procedió de inmediato a reescribir la Constitución de Venezuela. A estas alturas, él y su sucesor, Nicolás Maduro, han gobernado Venezuela por veintitrés años consecutivos.
Estas dos izquierdas de la marea rosa dejaron una herencia mixta. Gracias a un augeexcepcional en el precio de las materias primas, alimentado por la insaciable demanda china por los commodities producidos por muchos países sudamericanos, las economías de la región crecieron a tasas más altas que antes. Gracias a los compromisos sociales de estos líderes progresistas —y a las demandas de sus electorados—, una parte importante de estos recursos extraordinarios fueron destinados a políticas públicas que redujeron la pobreza y, en menor grado, la desigualdad. Gracias a su propia prudencia —en algunos casos, no en todos— y a la indiferencia de Washington tras el fin de la Guerra Fría, la mayoría de estos gobiernos mantuvieron relaciones relativamente buenas con los Estados Unidos de Bush y de Obama.
Del otro lado de la balanza, las tendencias autoritarias, como la autoperpetuación en el poder, se extendieron con rapidez. Los gobernantes de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Argentina y Nicaragua reprimieron a la prensa, a la judicatura y a la sociedad civil y recurrieron al fraude electoral y a modificaciones tramposas de sus constituciones para reelegirse una y otra vez. Tras ejercer brevemente una cierta prudencia fiscal, el gasto público se salió de control en Argentina, Brasil, Ecuador y —por supuesto— Venezuela. Más aún: la corrupción —esa tradicional dolencia latinoamericana que la izquierda supuestamente iba a erradicar— reapareció más fuerte que nunca. De forma más o menos justa, según el caso, presidentes y ministros fueron acusados, y a veces procesados y encarcelados, en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Perú, El Salvador y Nicaragua.
Finalmente, la primera marea rosa politizó las relaciones exteriores a un grado notable para una región que había disfrutado de un periodo de relativa unidad con respecto a los asuntos del mundo. Cuando el presidente Bill Clinton organizó la primera Cumbre de las Américas en 1994, la mayoría de sus colegas sostenían opiniones similares sobre muchos temas internacionales: Fernando Henrique Cardoso de Brasil, Ernesto Zedillo de México, Eduardo Frei Ruiz-Tagle de Chile, Carlos Menem de Argentina e incluso Alberto Fujimori en Perú. Pero la entrada en escena de Chávez —dados su carisma, audacia y petrodólares— trajo consigo una profunda división regional. El líder venezolano creó la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA) en buena medida para torpedear la Alianza de Libre Comercio de las Américas propuesta por George W. Bush. Chávez empujó a Lula y a Kirchner (quienes no eran miembros de la ALBA) hacia posiciones más antiestadunidenses y pro-Cuba, reintroduciendo así la clásica retórica del antiimperialismo latinoamericano de años atrás. Países como México, Perú, Colombia, Costa Rica y a veces Chile se vieron forzados a tomar distancia de sus vecinos de la ALBA, ya por consideraciones ideológicas o geopolíticas.
El hecho, sin embargo, es que para la segunda mitad de la década 2010-2020, los electores de la mayoría de los países del continente habían sacado del poder a los regímenes de la marea rosa.
Las causas incluían escándalos de corrupción, el fin del boom de los commodities o simplemente la fatiga de los electores tras muchos años bajo el mismo partido (el Partido de los Trabajadores de Lula, por ejemplo, gobernó entre 2003 y 2016). Los gobiernos de izquierda fueron reemplazados en buena medida por presidentes de centro-derecha o —en casos como Brasil— extrema derecha, quienes con frecuencia intentaron desmantelar muchas de las políticas públicas de sus predecesores progresistas. Había en este proceso algo del sesgo antisalientes que padecen todos los gobiernos en turno, sin importar su ideología, pero el cambio sugería que una etapa del desarrollo político de la región había llegado a su fin. Esta finalidad era más evidente en aquellos casos en los que los regímenes de centro-izquierda se vieron desplazados en el contexto de escándalos de corrupción.
Regreso de la marea rosa
Los eventos de 2018, sin embargo, desmintieron esta conclusión. Fue entonces que la nueva marea rosa emergió, aunque —como intentaré demostrar— el término y la noción son ahora más engañosos que nunca. Por primera vez desde 1934, un político que se proclamaba de izquierda fue electo presidente de México. El país había sufrido líderes populistas estridentes y en ocasiones disruptivos en los años setenta, pero no había encumbrado a un presidente a quien sus seguidores consideraran como de izquierda desde los años de Lázaro Cárdenas. Andrés Manuel López Obrador fue electo en 2018 con 53 % del voto, más que ningún otro presidente de México desde que el país comenzó a celebrar elecciones relativamente libres y justas en 1994. Tal sería la primera diferencia entre la primera y la segunda oleada: México ahora era parte de la marea rosa.
La ola se extendió rápidamente: en 2019, el peronista Alberto Fernández, de la mano de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, fue electo en Argentina; en 2020, Luis Arce llegó al poder en Bolivia; en 2021, Pedro Castillo y Gabriel Boric triunfaron en Perú y en Chile; en 2022 Xiomara Castro ganó en Honduras y Gustavo Petro en Colombia. A finales de octubre del año pasado, Lula fue reelecto presidente de Brasil en una muy cerrada segunda vuelta. En algunos casos, particularmente en Perú, pronto resultó difícil seguir sosteniendo que líderes como Castillo eran progresistas. El maestro rural se opuso de manera vehemente al aborto, al matrimonio igualitario, a la legalización de la marihuana y a otras demandas liberales. Aún más importante: Castillo se vio forzado a dedicar buena parte de su primer año en el cargo a intentar sobrevivir a una serie de juicios políticos y fue incapaz de implementar ninguna de las políticas económicas y sociales que había prometido durante su campaña. A la hora de la verdad, el peruano fue destituido, pero de todos modos compartía buena parte de la ideología estatista, nacionalista y populista de algunos de sus colegas. En otros casos, como el de Honduras, la presidenta Castro era vista como una mujer de izquierda en buena medida a causa del papel que su esposo, Manuel Zelaya, jugó en la primera década del presente siglo, así como porque el candidato que derrotó en las elecciones de febrero de 2022 era claramente de derechas. Por estas razones, dejaré de lado los casos de Perú y Honduras en lo que resta de mi discusión.
La elección de Petro en Colombia, por otro lado, fue verdaderamente icónica. De forma aún más explícita que México, el país nunca había enviado a un líder de izquierda a la Casa de Nariño. Varias figuras, incluyendo al propio Petro, estuvieron cerca de lograrlo: allí están los casos de Jorge Eliecer Gaitán en 1946 y de otros antiguos alcaldes de Bogotá. A partir de los años cuarenta, sin embargo, la sociedad colombiana, arquetípicamente conservadora, se las había arreglado para esquivar los diversos virajes hacia la izquierda de la región, si bien es cierto que el país tuvo que lidiar con poderosos grupos guerrilleros, tales como el M-19, al que Petro perteneció.
El autor fue secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003. Profesor de política y estudios sobre América Latina en la Universidad de Nueva York. Entre sus libros: Estados Unidos: en la intimidad y a la distancia y Sólo así: por una agenda ciudadana independiente
Este texto fue publicado originalmente en Great Decisions de Foreign Policy Association.
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