¡Saludos amables lectoras y lectores! Hoy el espacio de esta columna es cedido a Voces del Deporte Mexicano, proyecto que tengo el honor de dirigir y que reconoce a las grandes personalidades de la crónica, comentario y periodismo deportivo de nuestro país, ya que hoy la comunidad del deporte, especialmente del Automovilismo celebra un año más de vida de Don Rodolfo Sánchez Noya. Felicitación a la que un servidor y el equipo de El Independiente nos sumamos.
Rodolfo Sánchez Noya
Se le considera un verdadero decano para las transmisiones del automovilismo en México, pero su fama como periodista, sin duda, llegó a trascender las fronteras de nuestro país. Un narrador que vio crecer un deporte dentro del gusto nacional, siendo él mismo de aquellos que educaron al público para que pudieran apreciarlo y transmitirles la pasión que él sentía.
«Desde que era un niño yo jugaba con carritos que amarraba con la cuerda del trompo y los echaba a caminar en la carretera. En aquel tiempo había un señor —que en paz descanse—, Jorge Labardini, que tenía un programa que se llamaba Club Automovilístico Radio Volante y me gustó mucho su programa. Yo iba a verlo a la XEQ, me asomaba a la cabina y veía el micrófono —de los antiguos, grandotes—, sus audífonos, todo… ¡Ay, cómo me gustaba, estaba muy emocionado! Eso me llamaba la atención porque yo tenía la práctica de declamar o dirigir eventos en la escuela».
La afición de Rodolfo Sánchez Noya por los autos comenzó desde muy pequeño y fue creciendo hasta convertirse en una pasión. De lo único que asegura arrepentirse es de no haber sido piloto profesional de automovilismo, aunque sí llegó a participar como piloto en varias carreras. De niño, en los años 40, su padre lo llevaba al autódromo de Balbuena, a verlo correr. Lo dejaba en las gradas y le ordenaba no moverse de ahí mientras él manejaba su auto. Ahí su entusiasmo por los bólidos comenzó a crecer conforme aprendía los pormenores de las pistas.
Luego, en los años 50, iban a la Marquesa a ver carreras de autos en ese tramo de la México-Toluca. El ritual iniciaba una noche antes, cuando llegaban al lugar del evento con cobijas, comida y cámara fotográfica, preparados para disfrutar lo que Sánchez Noya recuerda como la época del grito: “¡Carro a la vista!” En aquellos eventos, don Rodolfo y su padre solían admirar los autos, las derrapadas, disfrutar del sonido de los carros entre las montañas.
Su destino estaba más que anunciado, pero antes debía explorar otras andanzas. Era el deseo de su padre que fuese médico, pero Sánchez Noya no sintió ninguna inclinación por dicha carrera. Sin saber muy bien qué estudiar, ingresó a la normal de donde salió titulado como profesor y posteriormente asistió a la UNAM para licenciarse en Derecho. Ahí, sin planteárselo, llegó a conocer a los hermanos Rodríguez, quienes posteriormente se convertirían en glorias del automovilismo mexicano:
«Pasa el tiempo, y conozco a los hermanos Pedro y Ricardo Rodríguez de una manera increíble: yo estaba en la Facultad de Derecho en la tarde (como a las tres de la tarde), tenía Derecho Penal y Civil con el licenciado Julio Klein Quintana, cuando de repente oigo ruidos de motores de coches. Cuando empieza CU, del lado izquierdo, había una glorieta en la que dabas vuelta a la izquierda y de ese lado había muchos edificios, ahí era pura roca antes, era en el Pedregal. Hicieron una pista de tierra y ahí iban a entrenar los pilotos. Yo, emocionado. Tenía una motoneta en la que iba desde la nueva Santa María hasta CU a tomar mis clases. Y fui varias veces a la pista y en una de esas veces conozco a Pedro y a Ricardo Rodríguez».
De ese encuentro nace una amistad y un interés por seguirles la pista a aquellos pilotos que habían dejado una honda impresión en él por su ambición y talento. Cuando los hermanos Rodríguez partieron al extranjero a competir era difícil mantenerse al tanto de sus resultados. Sánchez Noya fue a varias estaciones de radio a preguntar si alguien podía informarle sobre los Rodríguez o si alguien requería información de la que él poseía, sin embargo, nadie parecía prestarle atención ni tenía los medios para enterarlo. Sin buscarlo le ofrecen un programa:
«Te va a dar risa lo que te voy a decir. Mi primer programa lo tengo en XEDA, Radio Trece. Un día fui a ver para ver si querían información de Pedro y de Ricardo, anduve en todas las estaciones de radio y nadie me peló; nadie me tomó en cuenta, hasta que un señor (Rodolfo Chaires), platicando con él me dice: “¿Quieres hablar al micrófono?” “Pues si se puede, bien”. Todavía me iba dando mi paquete. “Bueno, te voy a dar un programa de quince minutos a partir del próximo lunes”. “No, fíjese que yo no puedo”. “¿Lo tomas o te vas?” “No, lo tomo”.
»Entonces pensaba: “¡Dios mío! ¿De qué hablo? ¿De qué hablo?” Tenía un libro de automovilismo argentino, que me habían regalado, y me lo llevé. En la estación había una silla como esta en la que estoy sentado y un micrófono aquí, frente a mí; a lado el locutor. El micrófono estaba colgado con una cadena de bicicleta y por ahí a lado estaba el catre del velador… De repente el locutor, que tenía un vocerrón tremendo, dice: “Y ahora, señoras y señores, les presentamos: ¡Cuando los motores rugen!” Ay, yo me quedé espantado y siento que empecé: “Hola, buenas tardes, ¿cómo est…?” ¡O sea! ¡La diferencia era tremenda! Me espantó la voz de ese señor. Y así fui haciendo mis primeros programas.»
Aquí lo que me sirvió fue improvisar, yo leía el libro al micrófono y ¿qué crees que me pasa? El libro se me va entre las piernas y se cierra. Ahora ábrelo y busca dónde estabas hablando. Entonces empezamos a platicar, a platicar, a platicar, y así me la llevé. Y creo que esa fue mi primera experiencia de cómo sentir el deseo de narrar una carrera en un micrófono. Primero fue radio, luego ya fue televisión, y ya seguí sobre esa ruta; además de desempeñar otros papeles en el futbol, en la Universiada, en otros deportes como el ciclismo narrando los eventos o en la organización».
Multifacético, sólo le quedó pendiente cumplir un sueño: «Una cosa se me quedó, que no pude hacer en la vida y ya no creo que pueda hacer ahora: era darle la vuelta al mundo en un coche mexicano. Lo intenté. En aquel tiempo conseguí un Volkswagen nuevo en 17 mil pesos, en abonos, y conseguí un patrocinio de acumuladores, otro de llantas, un año trabajé comunicándome con la gente de los clubes de automovilismo para saber sobre las carreteras. Quería subir por Estados Unidos, Canadá, pasar a Rusia, China y luego dar vuelta para salir a Portugal y bajar a Argentina. Dos amigos serían parte de esta aventura, uno mecánico para que me ayudara con la mecánica y seguridad del coche y otro médico por si nos enfermábamos. Faltando una semana para arrancar, ya había puesto un podio en el Ángel de la Independencia y un letrero grande del récord que queríamos cubrir, lo tuve que quitar porque mis amigos, como se dice, se rajaron y me quedé solo. Eso es lo único que se me quedaron las ganas de hacer».
Sin arrepentimientos, asegura no haber sacrificado nada para lograr una carrera como la suya y resume su pasión por el automovilismo con estas palabras: «La lucha de un piloto con otro, la lucha del hombre contra el hombre, el hombre contra el tiempo, el hombre contra el asfalto, manejar a trecientos cincuenta kilómetros por hora para luego bajar hasta 90 o 60 kilómetros por hora. ¡Es una lucha realmente fantástica!… ¡Es la lucha por el deporte!».
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