El aviso llegó muy claro: el poder presidencial mexicano se resume al acto en el que el presidente en turno designa al candidato presidencial del PRI con la certeza de que será el siguiente jefe del ejecutivo; en la liturgia política del sistema priísta la campaña y la votación eran meros protocolos institucionales.
El modelo terminó en 1994. En ese año el presidente saliente Carlos Salinas de Gortari no pudo poner presidente: su candidato Luis Donaldo Colosio Murrieta fue asesinado el 23 de marzo –seis meses antes de las votaciones–; el candidato sustituto formaba parte del gabinete presidencial de Salinas y estuvo en la lista de seis precandidatos, pero no calificaba en sus preferencias: Ernesto Zedillo Ponce de León era en realidad el candidato de Joseph-Marie Córdoba Montoya, el francés naturalizado mexicano que funcionó como el superasesor salinista en materia económica y uno de los poderes alternos.
Ahí murió el viejo modelo de sucesión presidencial operado, con altas y bajas, desde 1924 con la designación del candidato sucesor de Álvaro Obregón. La fecha es significativa: el escritor Martín Luis Guzmán utilizó datos de una crisis criminal en la sucesión presidencial de 1928 pero la situó en 1924 por los tiempos políticos. La novela La sombra del Caudillo resumió literariamente el universo sucesorio. Ahí aparecieron las tres principales características de todas las sucesiones: el poder del presidente saliente para poner a su sucesor, las complicidades como factores determinantes en la candidatura sucesoria y la sucesión presidencial como parte central de la estructura del poder político.
A lo largo de setenta años funcionaron las reglas de la sucesión. Inclusive, Salinas de Gortari cumplió con ellas en noviembre de 1993 al designar como candidato sucesor a Colosio, pero los juegos de poder dentro de su gabinete y las presiones de un sistema en camino de desarticulación rompieron con el modelo ya clásico de sucesión: poder heredado, sucesión como elección y redistribución del poder. Las relaciones de complicidad de Zedillo con Salinas eran menores porque no hubo tiempo para construirlas, además que la verdadera complicidad de Zedillo era con Córdoba.
Salinas se llamó sorprendido por el incumplimiento de las reglas políticas del sistema priísta, pero tardó en entender –si acaso en realidad lo racionalizó– que su modernización productiva pospuso –más bien: canceló– la modernización política. La salinastroika sin priisnot –reforma económica sin reforma política– no supo administrar las nuevas relaciones de poder: las relaciones políticas y sociales son consecuencia de las relaciones de producción. A pesar contar con lecturas marxistas, Salinas supuso que podía cambiar las relaciones de producción estatales a las de mercado evitando efectos sociales y políticos. Pero la liberalización de las fuerzas productivas –más mercado que Estado– determinó nuevas relaciones políticas con mayores actores fuera de las reglas, controles y dependencias del Estado y del gobierno.
La reforma económica de Salinas disminuyó el poder de dominación del Estado; la sola privatización de empresas públicas creó una nueva plutocracia empresarial; y si bien los nuevos empresarios jugaron al principio un papel de “paraestatales privadas”, en la realidad tuvieron espacios de movilidad propios fuera del sistema central del Estado, el PRI y los protocolos tradicionales. Y la globalización productiva abrió la economía mexicana a una supervisión externa en cuyos espacios el Estado o el presidente de la república ya no podían mandar como antes. Los empresarios de la reforma privatizadora crearon su propio espacio de poder y con ello debilitaron la cohesión del sistema central.
Las principales decisiones económicas de Salinas fueron pocas: venta de paraestatales, apertura comercial, integración de mercados transnacionales y mayor dominio del mercado. En lo político, Salinas fue perdiendo los acuerdos tradicionales del viejo sistema: la oposición controlada hasta 1979 y semiliberada progresivamente fue avanzando en la conquista de cargos de elección popular. Salinas no entendió el mensaje de 1988: grupos priístas y opositores sumaron fuerzas en un frente electoral autónomo y en las presidenciales de ese año zarandearon al PRI. A pesar de su priísmo político, el PRD se movió por su cuenta y el PAN pasó en ese año también de oposición leal a oposición de alternativa. Con el 50.3% de votos presidenciales, el PRI perdió desde 1988 la mayoría absoluta en la presidencia de la república.
El principal mensaje de 1988 fue correlativo a la reforma política de 1977: la oposición quería el poder, salirse de merca oposición moral. El proyecto salinista terminó de hacer esa tarea desarticuladora: la reforma económica rompió los hilos de dependencia de muchos sectores productivos con espacios de alta movilidad social y política, sin que el PRI modernizara sus acuerdos; lo más que pudo hacer la reforma salinista en política fue diseñar un programa social de dependencia del gasto público de sectores sociales sin destino en las relaciones formales de producción. En este sentido, el Programa Nacional de Solidaridad localizó a los sectores sociales dependientes del gasto público y ahí reforzó la dependencia.
Al soltar el control estatal priísta del sistema de producción por la privatización de sectores económicos, el PRI perdió la alianza y el compromiso con los obreros y campesinos. A ello contribuyó la nueva política económica neoliberal: hasta 1988 los salarios formaban parte de los instrumentos de control social de los trabajadores y de acuerdo con los empresarios; con el neoliberalismo salinista los salarios dejaron de ser instrumento de control sindical y los salarios pasaron a ser meras variables dependientes de la inflación porque el alza de precios se enfocó desde la doctrina neoliberal del Fondo Monetario Internacional para asumirlos como un factor de control inflacionario: el control de la inflación por el lado de la demanda; sin salarios bajaba la demanda y los precios no subían, decía la doctrina neoliberal de Milton Friedman.
Salinas completó la reforma política del sector proletario que había comenzado Lázaro Cárdenas: al fundar la Confederación de Trabajadores de México como sector corporativo fundamental del nuevo Partido de la Revolución Mexicana –en marzo de 1938 a partir del Partido Nacional Revolucionario creado por Plutarco Elías Calles en 1929–, Cárdenas asumió al proletariado –clave en la lucha de clases– como masa y no como clase. Salinas asumió a los trabajadores como variable macroeconómica antiinflacionaria. Los trabajadores organizados por la CTM quedaron al garete, sin influencia en el sistema de toma de decisiones. El paso clave intermedio lo había dado Luis Echeverría en una de sus primeras grandes decisiones como presidente: en mayo de 1971 –luego de percatarse que el control sindical y patronal ya no era eficaz en el PRI– creó la Comisión Nacional Tripartita como organismo corporativo institucional para sacar los acuerdos sectores dentro del PRI y llevarlos a acuerdos institucionales en un organismo subordinado al presidente de la república.
Ahí se reforzó la autoridad presidencial fuera del PRI, pero a costa del poder priísta como espacio de dominación política. Con la privatización de la economía pública, Salinas le dio al sistema productivo-sistema político un mayor espacio de autonomía relativa del poder presidencial.
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