Por Anton Jäger
Traducción: Valentín Huarte
Hasta la crisis de 2008, los tecnócratas habían logrado relegar la política a los márgenes. Aunque hoy vuelve a estar en todas partes, su retorno difiere de toda expectativa.
Corría el rumor de que la política había muerto. Sonaban las campanas del «nuevo orden mundial». El Fin de la Historia estaba cerca […]. Se condenaba la palabra «lucha» como una recaída indeseada en el marxismo, convertido en un objeto de burla. En cuanto a la «defensa de los derechos», los primeros que venían a la mente eran los del consumidor.
Publicado en 2008, el libro de Ernaux apareció poco antes de la quiebra de Lehman Brothers. La traducción inglesa fue publicada recién en 2017 y la castellana en 2019. La década «populista» estaba llegando a su fin. La obra de Ernaux remite a un mundo en el que la gente vivía recluida en la esfera privada, la política era relegada a un segundo plano y los tecnócratas estaban en el poder. Tony Blair había dicho que oponerse a la globalización era como oponerse al cambio de las estaciones. «No sabíamos exactamente qué era lo que más nos tiraba abajo» —recuerda Ernaux—, «si los medios y sus encuestas de opinión, que no se cansaban de preguntar en quién confiábamos, sus comentarios condescendientes, los políticos y sus promesas de reducir el desempleo y paliar las deficiencias del presupuesto de seguridad social, o las escaleras de la estación de trenes, que siempre estaban rotas».
Diez años y una década de agitación populista después, el testimonio de Ernaux es a la vez familiar y extraño. La rápida individualización de las instituciones colectivas que diagnosticaba la autora nunca detuvo su marcha. Salvo excepciones, los partidos políticos no recuperaron a sus afiliados. Las organizaciones sociales no registraron más participación. Las iglesias no volvieron a llenar sus largos bancos y los sindicatos no crecieron. En todo el mundo la sociedad civil sigue empantanada en una profunda y prolongada crisis.
Pero, por otro lado, esa mezcla de timidez y apatía característica de los años 1990, tan bien retratados por Ernaux, no parece aplicar hoy. Biden resultó electo en el marco de unas elecciones con una concurrencia sin parangón en la historia de Estados Unidos; el referéndum del Brexit registró la votación democrática más popular de la historia de Gran Bretaña. Las protestas de Black Lives Matter fueron espectáculos de masas; muchas de las empresas más grandes del mundo adoptaron la túnica de la justicia racial y adaptaron sus marcas a la nueva causa.
Hoy una nueva forma de «política» habita las canchas de fútbol, los programas más populares de Netflix y las redes sociales. Muchas personas en la derecha sienten que viven un caso Dreyfus permanente, que atraviesa sus cenas familiares, sus salidas con amigos y sus almuerzos de trabajo. Muchas personas en el centro añoran la época previa a esta hiperpolítica, tienen «nostalgia de la poshistoria» de los años 1990 y 2000, cuando los mercados y los tecnócratas gobernaban solos.
Está claro que la época de la «pospolítica» terminó. Sin embargo, la política del siglo XX —partidos de masas, sindicatos y militancia obrera— no parece haber resurgido y todo indica que nos salteamos un paso. Quienes empezaron a militar en la época de la crisis financiera recordarán ese momento en que nada era política, ni siquiera las medidas de austeridad impuestas entonces por los gobiernos. En cambio, hoy, todo es política. Y, aun así, a pesar de la intensa politización que atraviesa todas las esferas de nuestras vidas, muy pocas personas participan de esos conflictos de intereses organizados que solíamos definir como política en el sentido clásico, es decir, en el sentido que esa palabra tenía en el siglo XX.
La época populista
Para comprender este desplazamiento de la «pospolítica» a la «hiperpolítica» es necesario recordar la forma del interregno que estamos abandonando. En los años posteriores a 2008, la denominada «era de hielo política» instaurada después del colapso del Muro de Berlín, comenzó a derretirse sin prisa, pero sin pausa. En todo Occidente —desde Occupy en Estados Unidos hasta el fervor antiausteridad en Gran Bretaña, pasando por el 15-M en España— surgieron movimientos que revitalizaron el viejo espectro de la lucha de intereses. No ocuparon los sitios de la política formal, y muchos analistas definieron su retórica «Ni izquierda, ni derecha» como una forma de antipolítica. Sin embargo, marcaron el fin de una época de consenso.
Todos esos movimientos encontraron los mismos problemas. El fetiche del horizontalismo, coronado en la época del altermundialismo, siguió reinando después de la crisis financiera y condujo a la creación de instrumentos de decisión política deficientes, incapaces de crear programas de gobierno y de visibilizar representantes. En efecto, muchas veces parecía que estos movimientos imitaban a los de los años 1960, bien criticados en el emblemático panfleto de Jo Freeman, La tiranía de la falta de estructuras. Un intento de superar la situación fue pasar de la forma movimiento a la forma partido-movimiento, pero con frecuencia esa transición terminó creando más problemas que los que solucionaba. Aunque estas nuevas formaciones presionaron a la centroizquierda a cambiar y adaptarse, pocas veces lograron aprender la importancia de las organizaciones democráticas de afiliados que habían sostenido sus predecesores socialdemócratas.
En otra parte de su novela, Ernaux menciona las oficinas del Partido Socialista, organización por la que ella votó en 1981. Los socialistas franceses se habían mudado a ese edificio en la década de 1980 bajo la presidencia de François Miterrand, representante hipotético de un programa de reformas sociales radicales elaborado en conjunto con los comunistas. En 2017, después de que los socialistas quedaron varados en el quinto lugar de las elecciones presidenciales, los dirigentes del partido decidieron entregar el edificio a un escribano público. Así pusieron en venta ese bastión orgulloso de la política de izquierda del siglo XX.
Desde entonces, formas nuevas y bastante extrañas ocupan ese lugar vacante. Los denominados «partidos digitales» —desde La France Insoumise y Podemos, organizaciones de izquierda, hasta La République en Marche de Macron, situada en el centro del espectro político, y el Movimiento Cinco Estrellas, que ocupa un lugar amorfo en la derecha— prometían menos burocracia, más participación y nuevas formas de horizontalidad. En realidad, terminaron concentrando todo el poder en las personas en torno a las cuales habían surgido.
En Gran Bretaña, el Partido del Brexit fue al menos más honesto. Fundado como una corporación durante las elecciones de 2019, prometió continuar como una fuerza seria solo si el partido era favorable a la carrera de Nigel Farage. Todas estas organizaciones pueden afirmar que sus raíces están en la repolitización de ciertas capas sociales, pero ninguna se ganó el compromiso de sus simpatizantes en el sentido político clásico.
No cabe duda de que uno de los factores que impulsa este nuevo «movimientismo» es el oportunismo electoral. Para la mayoría de los partidos europeos, la reciente conversión al modelo del movimiento toma lugar frente a la constatación de dos hechos: la disminución de la cantidad de afiliados en el largo plazo y el achicamiento continuo de los electorados.